Frente al pelotón de fusilamiento, el cocinero pensó lo fácil que fue envenenar al rey en aquel banquete de Año Nuevo. Tanto revoloteo de mozos, lacayos, doncellas y ayudas de cámara le facilitaron pintar con aquel líquido transparente la copa del monarca. Tras envenenar también el agua de la guardia de fusileros, que fue el siguiente paso calculado, se dejó prender. A la mañana siguiente fue condenado a muerte por el príncipe heredero. Las culatas de los fusiles ya empezaban a temblar vagamente cuando los verdugos comenzaron a caer al suelo entre convulsas sacudidas.
Los proyectiles nunca salieron de aquellos fusiles.
Ante tal acto de brujería, el cocinero fue desterrado para siempre de aquellos feudos, con promesa de no volver. Dicha promesa se cumplió a medias, cuando su hijo, con los años, acabó sirviendo a las órdenes del nuevo y apuesto rey.
La maldición cíclica se volvió a cumplir con idéntico desenlace.