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SOLEDAD AL ATARDECER

SOLEDAD AL ATARDECER

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A los que tejen e hilvanan sus vidas con el recuerdo, la nostalgia y la reflexión como claves de bóveda. Gustará a los que vivieron tiempos revueltos, o a los que han escuchado historias en la lejanía pero prefieren que un autor escantille las voces del pasado filtrándolas por su personal tamiz inhibido de cantos de sirena políticos y oficialistas. Será del interés de los que se acercan al realismo literario de pinceladas balzaquianas y dickensianas en la disección de usos, costumbres y sentimientos, de una época pasada de la que nos llegan sus lodos y ocasionales proclamas vacías de algunos vocingleros que tratan de arrimar el ascua a su codiciada sardina.
– NO GUSTARÁ arrow-145782__340.png
A los lectores de thrillers de acción de raudal cinematográfico que no se dejan seducir por un tempo de adagios y esperas de reloj de arena. Tampoco será la lectura ideal de los que prefieren las letras ancladas en el presente o con tonos más prescindibles de lineal de quiosco de aeropuerto. Amantes de la gran epopeya grandilocuente y las escenas cargadas de lluvia de casquería tampoco encontrarán aquí su punto de lectura. Soledad al atardecer se mece en una época analógica en la que el tiempo aún no rendía pleitesía al imperio de la velocidad y el consumismo, y como tal, se tiene que leer y digerir.
– LA FRASE vintage-1751222__340.png
“Yo sentía Segovia como pequeña y provinciana, pero aún así, empezaba a disponer de un incipiente comercio donde acudían desde toda la provincia labradores vestidos con pantalón corto, medias azules y calzados con alpargatas. Iban acompañados algunas veces de sus mujeres, siempre vestidas con sus mantones rojos, amarillos o azules y mostrando orgullosas sus pañuelos de colores sobre el pecho y la cabeza. Paseaban y recorrían los comercios escudriñando posibles gangas. Se acercaban a la ciudad desde sus pueblos en burro o en carro y echaban el día en ella, ya que tardaban muchas horas en desplazarse desde los pueblos más lejanos de la provincia. Pero en realidad, Segovia se comportaba como una ciudad más de Castilla la Vieja pobre y poco desarrollada”.
– RESEÑAletter-576242__340.png
Las guerras (en concreto, la Civil española, 1936-1939, que es la que nos trae a estos párrafos), se dejan querer cuando el tiempo va borrando sus heridas y diseminando sus cenizas por el viento de la desmemoria de aquellos revisionistas, burócratas de postín, pluma afilada, bolsillo agradecido y censores que no han leído el prospecto de los efectos secundarios de la apertura de la caja de Pandora. Se dan cita historiadores, críticos, sociólogos y conferenciantes de carné de partido y afiliación vociferante de bar curtido en el serrín y los palillos desechados en el ajado suelo. Algunos más sabios y bienintencionados, otros más revanchistas, vengativos y especulativos de yugos, flechas, hoces, martillos y paletas de gualdas, bermellones y violáceos. Todos en poder de la verdad (su verdad), aquella que baja por mensajería urgente ungida en el óleo del Sinaí para abrir los ojos a veteranos y noveles que generación tras generación quieren ir trasquilando las entendederas y el razonamiento de aquellos que se les pongan por delante con soflamas y mítines de diverso cacareo. Pero a todo sesgo le llega su San Martín y todo sermón arrojadizo de púlpito olímpico tiene su contrapeso. Detrás de un altavoz afónico y una pancarta casera se encuentran los verdaderos protagonistas de la guerra: sus víctimas. Aquellas que no dispararon una sola bala pero que sufrieron en retaguardia la suerte de sus familiares en el lodoso y frío escenario de trincheras, aquellas que desde el exilio se agarraban a cualquier viajante para indagar por la suerte de los que se quedaron atrás, ocultos en el monte, o aquellos que encerraban sus lágrimas en la más oscura mazmorra tirando la llave al río. Río con el que tendrían que seguir fluyendo y superando los obstáculos que la carestía de la posguerra les había usurpado de su cotidianidad. En tiempos de guerra todo se paraliza, todo arde a cámara lenta y el lobo de Hobbes sale victorioso tras comerse a caperucita. Como ya nos mostró Fernando Fernán Gómez, las bicicletas son para el verano, fuera de esta estación todo se torna destrucción física y moral para sus jinetes.

A este atril subirán impertérritos a cantar la lección: Ricardo de La Cierva, Íñigo Bolinaga, Juan Eslava Galán, Pierre Villar, Enrique Moradiellos, Pío Moa, Paul Preston, Hugh Thomas o Pedro Corral entre otros muchos. Todos darán su punto de vista con mejores o peores apoyos documentales, dosieres, informes, crónicas o cuadernos de bitácora. Toda esta pléyade de estudiosos dan claves, enfoques y conclusiones que ayudan a entender el más cruel conflicto armado de la historia contemporánea española. Pero como comentábamos anteriormente es la voz de la víctima, censurada, velada y quebrada, la que suscita un mayor interés, tanto para el común de los lectores ávidos de la verdad como, principalmente, para aquellos que forman parte de su círculo más cercano y que vieron como la familia era doblegada por fuerzas que no entendían. La sensación de “fuego amigo” en tierra de nadie es la que tuvieron los supervivientes del conflicto a partir de los años cuarenta. Llegado el momento abrieron los ojos como Oscar Schindler pasando de ver listas de números a palpar el aliento necesitado de corpóreos hebreos apaleados. Finalizada la guerra, lugar en el que se representa la presente novela, y la sinrazón y la hiel dejó paso al gladiador que se lame las heridas, fueron muchos los que se dieron cuenta de que los camaradas no eran tales y de que los compañeros de partido tampoco. La propaganda, una vez terminada la guerra de eslóganes de buenos y malos, ya no contentó a aquellos que comían despojos y se calentaban con dos trozos de carbón. Llegó el orden y la gobernanza a un país que había estado convulsionado largamente por luchas intestinas, algunas larvadas y otras cruelmente explícitas, con especial virulencia a finales de la II República. Pero esto ni siquiera podía elevar la moral de aquellos que lo habían perdido todo, tenían a familiares en la cárcel o diseminados por Portugal, Francia o Sudamérica.

Así son las guerras entre hermanos que comparten las mismas tradiciones, costumbres, historia, idioma y acervo cultural. Viven la crueldad de tener que disparar a un enemigo con el que, en otras circunstancias, podrían haberse ido a tomar unas cañas y a charlar de fútbol o de toros (La vaquilla, Luis García Berlanga, 1985). Pero en estas contiendas existen órdenes del alto mando que les obligan a matar a sus iguales. Por supuesto, si la propia guerra es devastadora, la que revienta familias como un melón que cae desde un ático al asfalto es la que tarda más en curar ya que, periódicamente, las heridas se vuelven a infectar. Cuando los enemigos que se encuentran en la planicie del campo de batalla defienden posturas culturales opuestas o la frontera de su territorio, les es menos complejo armarse de valor para evitar que su pueblo sea fagocitado. Ejemplos ya encontramos desde la antigüedad con las Guerras Médicas o las Cruzadas en Tierra Santa. Aunque incluso, en estos casos en los que los bandos difieren notablemente en casi todo, la propia condición humana se resiste a perder su esencia. Así ocurrió durante la Gran Guerra, el 24 de diciembre de 1914 cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras. Luego cantaron villancicos. Las tropas británicas desde sus propias trincheras respondieron con los mismos villancicos en su propia lengua. En la tierra de nadie se intercambiaron whisky y cigarrillos. Incluso se jugaron varios partidos de fútbol. La artillería estuvo en silencio varios días. La tregua también permitió que los caídos recientes fueran recuperados y enterrados en ceremonias con soldados de ambos lados que lloraron juntos sus respectivas pérdidas, ofreciéndose mutuo respeto.

Pero como todo náufrago tiene un peñón al que asirse tras la tormenta, en Soledad al atardecer de Javier Navas Olóriz nos encontramos el eje en el que orbita la expiación que con palanca y punto de apoyo arquimédico mueve el mundo: una librería. Al abrigo de sus paredes y del calor que trasmite el papel y la piel que cubren los volúmenes de sus estanterías, nos encontramos a Adela, la protagonista de esta tragicomedia. Allí se darán cita el espíritu y la reflexión más honda sobre la obra de Antonio Machado, el San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno o la profundidad metafísica de Pío Baroja. También se encenderá una vela en el recuerdo de los exiliados Fernando de los Ríos, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Luis Cernuda o Salvador de Madariaga. Esta librería se localiza en Segovia, ciudad que quiere desperezarse y soltar amarras de su cruento pasado para abrirse a nuevos significados de normalidad y entendimiento pero que ve como aún mantiene aromas de ruralidad y maneras provincianas. Será en la trastienda de la librería donde se sucederán los coloquios más briosos y fértiles haciendo de sus participantes un grupo de iguales que en fraternidad y libertad abren una pequeña fisura en el régimen establecido para empezar a mirar hacia un horizonte de concordia mediante la confrontación de ideas literarias. Será en este recogido emplazamiento y en el salón de una pequeña pensión donde se den cita una colmena de almas que como irreductibles galos harán frente al acoso del Impero romano. Se harán fuertes en sendas plazas para dibujar un nuevo marco de convivencia. Hablar y escuchar les resultará a todos ellos una magnífica terapia autorecetada para romper las cadenas de su pasado, los traumas de culpabilidad, los amores perdidos y las lágrimas de condenación. Todos ellos ofrecerán sus respectivos hombros para que la llantina del vecino prorrumpa con fiereza y limpie los conductos que estaban oxidados y olvidados.
La presente novela no se jacta de abrazar pabellones rojos ni azules. Su entreverada reivindicación nace de la necesidad del cierre de todas las heridas y la sanación de todas las mentes de aquellos familiares que quieren terminar de reconstruir la vida y muerte de sus seres queridos exhumándolos de lugares recónditos, allá donde encontraron un vil ajusticiamiento sin garantías legales ni honras de ningún tipo. Muchos de ellos fueron represaliados por cuestiones puramente militares de (triste) lógica bélica, otros, por razones pueriles y artificiosamente egoístas. Vecinos delatando a vecinos, justicia paramilitar con nocturnidad, caudillaje y envalentonamiento de quien no tiene bozal, amo, ni código que le impida campar a sus anchas al acecho del conciudadano que, simplemente, no realiza una genuflexión respetuosa al paso del autoproclamado jerarca del pueblo. Envidias, celos, antiguos agravios y conflictos por lindes y regadíos. Todos en el mismo saco, todo vale para eliminar inicuamente a un enemigo o rival. Todo cabe en la guerra más sucia.

Soledad al atardecer de Javier Navas Olóriz atraviesa personajes y paisajes en una idas y venidas desde la capital hasta Segovia. Se sucederán paseos en un duro invierno matritense con una Gran Vía atestada de ciudadanos arrebujados en su abrigos al paso que marca el compás de Casa Ciriaco o Chicote. Somos espectadores de un Madrid de aceras repletas de ilusiones de porvenir que se atusa una sonrisa advenediza prestada por la revista La Codorniz hasta la crueldad del día a día en el penal de Carabanchel. Paisajes que van y vienen en un tren que recorre las vías de la reciente modernidad atravesando la Sierra de Guadarrama, Valsaín, La Granja y San Rafael, y que es testigo de la resistencia que allí se ofreció y de cómo el tiempo va otoñando los restos de trincheras y belicismos. Se da paso de nuevo al silencio del crujir de las ramas, a las abluciones de la fauna en pequeños riachuelos y al batir de rapaces que se elevan en los cielos ajenas a la mundanidad de aquellos que pelearon por sus divisas y distintivos militares. El aroma de la pólvora retrocede y retoma su espacio la esperanza de la germinación primaveral. La virginal naturaleza es observada con heracliteísmo análisis por el autor. Mientras los hombres juegan a ver quién tiene el Mauser más largo, el eterno ecosistema vive su propia y coherente realidad abrazando con las raíces el duro hormigón.

En la película Juegos de guerra (War games, John Badham, 1983), la computadora WOPR (War Operation Plan Response) acaba entendiendo mediante un proceso de autoaprendizaje que una guerra no es posible ganarla y que ambos bandos son los perdedores. Todo se resume en la lapidaria y ya clásica reflexión de la propia máquina “Extraño juego, el único movimiento para ganar es no jugar, ¿le gustaría una partidita de ajedrez?”. Quien no ha vivido los horrores de la guerra no es plenamente consciente de lo que conlleva un conflicto armado y de las graves consecuencias civiles y sociales que arrastran en el tiempo. Aquellas generaciones que están acomodadas en el bienestar que ahora disfrutan y por el que lucharon sus abuelos no saben lo difícil que fue alcanzarlo. Seguramente, es por lo que algunos hablan y actúan desde la osadía más irreflexiva utilizando un verbo vacuo y carente de enjundia fruto del arrojo de quien tiene la nevera llena y la televisión por cable que le acompaña en su imprudente regurgitar de tópicos y peligrosas demagogias.

Soledad al atardecer de Javier Navas Olóriz no bruñe escarapelas con su contenido sino que habla con el corazón de la pluma en la mano y a porta gayola sobre los recuerdos que, cocinados a fuego lento, asaetean a su autor en un piélago de sensaciones, nostalgias y rincones de un pasado al que ha decidido sacar brillo y actualizar para dar testimonio a su círculo más cercano, testigos del apostolado de la historia, su historia, nuestra historia. La llave de esta acuarela narrativa de claroscuros que yacía en un cajón cerrado de la memoria es ahora entregada a los nietos para que, llegado su momento, puedan interpretar y registrar la mochila del autor. Se pasa el testigo de aquellos ojos cansados que miraron a la insondable barbarie humana a unos nuevos e inocentes que deben conocer la verdad sobre los que tanto dieron por ellos.


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