– GUSTARÁ:
A los que conservan la memoria fresca y actualizada para no cometer los mismos errores del pasado (y de todos ellos, el peor, la lucha entre hermanos). Gustará también a los amantes del thriller clásico de personajes en un continuo tira y afloja. Suspense construido con esmero y dedicación que divertirá pero que también hará reflexionar sobre el encuadre bélico del pasado, latente en nuestro presente.
– NO GUSTARÁ:
A los aficionados a las novelas ausentes de momentos escabrosos y sanguinolentos, así como a todos aquellos que ven los hechos históricos parapetados en las trincheras pintadas de su color y que no se dejan desviar ni un ápice de su acondicionamiento, muchas veces, adoctrinado. Tampoco será del gusto de aquellos que necesitan una mayor profundidad en escenarios, personajes y arquitectura narrativa.
– LA FRASE:
“Las llamo pesadillas, pero en realidad las vivo más como si fuesen recuerdos. Son sueños increíblemente vívidos y realistas en que me veo como si fuese mi abuelo. Experimento todos y cada uno de sus sentimientos, como si fuesen los míos propios. He visto como me detenían, acusaban y torturaban. He visto como era conducido a mi propia fosa y he vivido como era fusilado. Hasta he sentido el sabor de la tierra mezclada con mi propia sangre en el momento de morir”.
– RESEÑA:
Hoy traemos el nuevo libro de Juan Carlos Boíza López. Un thriller hilvanado en la latencia de los sucesos que ni se olvidan ni se perdonan. Retazos que transfiguran aquellos polvos en estos barros. Oscura historia de venganza psicopática entre descendientes de hermanos que vertieron su misma sangre en un conflicto (la Guerra Civil española) que, para muchos, sigue durmiendo un sueño ligero que despierta con celeridad al primer toque de diana. Asistimos, una vez más, a uno de los mejores recursos narrativos que ha dado la literatura en español; el mundo rural, con pilares básicos como El camino y Los santos inocentes de Miguel Delibes, La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, El bosque animado de Wesceslao Fernández Flórez, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez o Pedro Páramo de Juan Rulfo. Todos ellos tienen parámetros comunes. En las pequeñas comunidades alejadas del cosmopolita rugir existe una lógica interna que se escapa a las entendederas de los habitantes de las grandes ciudades. Son pequeños reductos que mantienen un recuerdo colectivo intacto con sus férreas tradiciones de cierto inmovilismo religioso y político. Subyacen bajo un velo de aparente calma: rencillas, caciquismos, envidias perdidas en la noche de los tiempos familiares y conflictos de intereses. Todo ello bajo una convivencia cercana y, en ocasiones, opresiva, que genera un clima de desconfianza, desazón, inseguridad y venganza.
Sabor a tierra es una novela negra, marrón tierra más bien, que nos muestra sin contemplaciones ni paños calientes hasta dónde pueden llegar las arteras habilidades de aquellos que han tachonado el pasado con hermética y confiada fuerza. Pero que el paso del tiempo ha logrado degradar su confinamiento con el peligro de sacar a flote sus vergüenzas y tropelías sin, todavía, ajusticiamiento. Hondañedo, una pequeña localidad andaluza, será la platea y personaje principal de una epopeya que nace de un pasado bélico, cual ojos del Guadiana, para lastrar a una comunidad que vive en aparente calma. Un inveterado suceso pondrá de actualidad lo que muchas bocas callan y muchos oídos nos quieren captar. El castillo de naipes caerá y en este “sálvese quien pueda” todos los personajes afectados, inculpados, señalados y utilizados, lubricarán el cronómetro regresivo hacia un final que no permitirá que todos logren sus ansiadas pretensiones. Solamente una verdad prevalecerá.
La presente novela no se jacta de abrazar ningún pabellón rojo ni azul. Su entreverada reivindicación nace de la necesidad del cierre de todas las heridas y la sanación de todas las mentes de aquellos familiares que quieren terminar de reconstruir la vida y muerte de sus seres queridos exhumándolos de lugares recónditos, allá donde encontraron un vil ajusticiamiento sin garantías legales ni honras de ningún tipo. Muchos de ellos fueron represaliados por cuestiones puramente militares de (triste) lógica bélica, otros, por razones pueriles y artificiosamente egoístas. Vecinos delatando a vecinos, justicia paramilitar con nocturnidad, caudillaje y envalentonamiento de quien no tiene bozal, amo, ni código que le impida campar a sus anchas al acecho del conciudadano que, simplemente, no realiza una genuflexión respetuosa al paso del autoproclamado jerarca del pueblo.
Así son las guerras entre hermanos que comparten las mismas tradiciones, costumbres, historia, idioma y acervo cultural. Viven la crueldad de tener que disparar a un enemigo con el que, en otras circunstancias, podrían haberse ido a tomar unas cañas y a charlar de fútbol o de toros (La vaquilla – Luis García Berlanga, 1985). Pero en estas contiendas existen órdenes del alto mando que les obligan a matar a sus iguales. Por supuesto, si la propia guerra es devastadora, la que parte familias como un melón que cae desde un ático al asfalto es la que tarda más en curar ya que, periódicamente, las heridas se vuelven a infectar.
Cuando los enemigos que se encuentran en la planicie del campo de batalla defienden posturas culturales opuestas o la frontera de su territorio, a los batalladores les es menos complejo armarse de valor para evitar que su pueblo sea fagocitado. Ejemplos ya encontramos desde la antigüedad con las Guerras Médicas o las Cruzadas en Tierra Santa. Aunque incluso, en estos casos en los que los bandos difieren notablemente en casi todo, la propia condición humana se resiste a perder su esencia. Así ocurrió durante la Gran Guerra, el 24 de diciembre de 1914 cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras. Luego cantaron villancicos. Las tropas británicas desde sus propias trincheras respondieron con los mismos villancicos en su propia lengua. En la tierra de nadie se intercambiaron whisky y cigarrillos. Incluso se jugaron varios partidos de fútbol. La artillería estuvo en silencio varios días. La tregua también permitió que los caídos recientes fueran recuperados y enterrados en ceremonias con soldados de ambos lados que lloraron juntos sus respectivas pérdidas, ofreciéndose mutuo respeto.
Con todo lo comentado, no nos equivoquemos, Sabor a tierra no solo reivindica el derecho de los familiares a enterrar con dignidad y respeto a sus familiares caídos en lugares no identificados fruto de las venganzas intestinas sino que, sobre todo, es un thriller de frondosa acción que se abre a la realidad actual de la investigación criminalística, los intereses políticos, el funcionamiento de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado y la tensa confrontación entre vecinos con la envidia como pendón más inhiesto. Asistimos al arrojo de una pareja protagonista que defiende sus intereses particulares con un acuerdo de mínimos para intentar descubrir a una mente trastornada que riega de sangre la tranquila vida de una pequeña localidad. Encontrar a este psicópata será la única vía de salvación de sus perseguidores, ya que de ello dependerá su prestigio y su propia vida.
Sabor a tierra contiene también algún episodio paranormal que nos recuerda que aquello que está mal enterrado siempre querrá volver a salir a la cegadora luz de un nuevo día en lugar de vivir el oprobio de la oscuridad eterna. La novela funciona en sus dos vertientes trabajadas por el autor, de una lado, la recreación y reivindicación de una etapa anclada en el mundo rural que no olvida ni sella todavía sus llantos y, de otro, una aventura de acción con buenos, malos y regulares que botará de suspense en suspense hasta una resolución, quizás algo hollywoodiense e inverosímil en algunos de sus preceptos (pero claro, la ficción está para ser maleada y jugada al brío que dicta el propio autor). De lenguaje cercano, prosa sencilla, rápida, sin barroquismos ni elucubraciones inapetentes, Juan Carlos Boíza López arma un competente castillo dramático que divierte e instruye por igual. Nos hubiera gustado sumarle cien páginas más al libro para que Hondañedo pudiera tener una mayor profundidad de personajes, situaciones y ramificaciones de tela de araña, que nos haría comprender mucho mejor las situaciones que se producen.
El autor desentierra fosas, abre heridas, muestra y compara la visceralidad de unos personajes honestos con otros por los que la Transición pasó sin despeinarles y esputa a la cara de aquellos caciques rurales y caudillos de impostado fario que, aprovechando el desconcierto del caos de la guerra, blandieron sus afilados cuchillos contra los menos afortunados y débiles congéneres.
A estos cabecillas hay que temerlos pero hacerles frente, ya que al olor del perro flaco siempre germina un hombre con un palo grueso.