– GUSTARÁ
A todo aquel lector que quiera ahondar en el alma desnuda de la poeta, tanto para aquellos familiares, amigos y del círculo de confianza de la autora, como para aquellos que le sean ajenos pero que quieran contemplar una visión adicional sobre los temas universales que a todos nos tocan muy de cerca.
– NO GUSTARÁ
A aquellos lectores que no casen con la poesía. Tampoco será del interés de los puristas en la materia.
– LA FRASE
Mi madre me mira callada
desde la ventana,
y sus ojos llorosos
me hablan sin decir nada,
desde el otro lado,
desde el alma,
donde el pensamiento abre
palabras mudas robadas.
– RESEÑA
Tanto la lectura como la reseña de un poemario contemporáneo y de verso libre (y libertino) está dotado de una dificultad añadida. La telegrafía de sus mensajes y sugerentes líneas están tan estrechamente unidas al alma del autor (autora en el presente caso) que las visiones extemporáneas y tangenciales sobre lo que ahí se cocina son arena de otro costal. En el caso de la novela, el escritor enseña el plumero lo quiera o no. Su capacidad narrativa y su construcción literaria caen en las redes de sus lectores y críticos para algarabía o tristeza de unos y de otros. En cambio, en los poemarios de corte moderno, el escritor envía sin paracaídas una serie de punzadas intercostales que son difíciles de digerir. El lanzamiento del guante puede caer en saco roto o manar de la cornucopia con fluido gracejo. Así, de siempre, nos han enseñado que, para conocer bien la obra de un poeta, es imprescindible meternos en su memoria de alcoba, en sus sueños, en sus desgarros vitales o en su malograda convivencia familiar. Solo así se puede poner en contexto “Las nanas de la cebollas” de Miguel Hernández, las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique o el “Retrato” de Antonio Machado. El conocimiento de los callos y las ampollas del autor hacen el entendimiento de la tinta que brota de su pluma sin filtro ni cedazo. Partamos pues nosotros con la desventaja de no conocer directamente a la autora de este poemario y veamos lo mucho, poco o regulero, que hemos mirado desde el balcón de lontananza hasta su sanctasanctorum.
María Monteguer nos presenta su rosado primer poemario. Podemos partir del símil más obvio que nos aborda nada más tener su obra en nuestras manos. Un rosa que literalmente penetra en la palma de la mano de su portadora. La autora no se conforma con que la rosa tenga espinas, sino que la ensarta, cual crucifixión, en la mano de la protagonista. A lo largo del interior del libro también nos encontraremos un buen salteado floral en forma de ilustraciones.
La autora no se ciñe a métrica ni a armonía impuesta. El tratamiento multitemático y cambiante en ningún momento permite que el formato se encadene a su mensaje. En Alma de Rosas se barajan unos naipes con muchos palos y comodines y se pasa de juego en juego, al igual que un poeta transita de un pensamiento a otro sin mayor lógica interna. Es una relación de un todo indivisible amparado en discursos diferentes que potencian el mensaje sin tener que machacar este o aquel episodio cual día de la marmota. Somos testigos de recuerdos, aspiraciones, batallas ganadas a medias y perdidas pero no del todo, alientos y desalientos, miradas extrañas en el espejo, añoranzas del que se fue y del que no vino, de mariposas, gavilanes, palomas y cuervos. Noches que clarean y amaneceres que sombrean, personas que rehúyen la responsabilidad y otras que buscan cobijo bajo el primero que les dedique una sincera sonrisa. Almas que bullen con la marejada o que son cercenadas con un golpe de mar. Prisioneros de sus palabras y también de sus silencios. Palabras que van y vuelven en forma de dagas. Todo hay en este volumen que puede ser leído desde varias ópticas y desde diferentes planos. Aporta la autopsia acanalada que todo poeta necesita sacar. Este harakiri se sirve en el rincón de pensar.
“stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Son palabras de Umberto Eco de su obra inmortal, El nombre de la rosa, que podrían traducirse por algo parecido a: “al final lo único que nos queda de la rosa es su nombre”. Y así es. En el todo más absoluto, desde el cosmos y la naturaleza a los seres humanos somos movidos por el permanente cambio del imperio de lo efímero. Nada queda, todo pasa, que propugnaba Heráclito. De la rosa somos sus semillas, su germinación, su capullo latente (algunos, tristemente, se quedan en esta fase), su plenitud primaveral y su angostura otoñal, para volver al inicio de eterno ciclo de la vida que cantaba Elton John para la banda sonora de la película El Rey León. Tampoco podemos olvidar la rosa acristalada guardiana de la maldición de La Bestia y que perdía sus pétalos según se iba a cumplir la fecha del fatídico destino de su marchito protagonista. La rosa como metáfora de los pétalos que van cayendo cual arrugas y canas en la frente de sus portadores. En la edad del plástico también hay rosas de dicho material que, falazmente, intentan rodearnos de una falsa realidad: la inmortalidad. Una aspiración tan antigua como vacía. Nos hacen creer que la vida es para siempre, y así, tontamente, actuamos sin atenernos a la realidad de las consecuencias. Destinamos nuestro valioso tiempo y fuerzas menguantes a empresas destinadas a la vulgaridad y a la vacuidad moral. Pero eso ya es otra historia…
Por último, un detalle: si hablábamos del ciclo eterno podemos pensar que, con intención o sin ella, la autora dedica el libro a su padre para, posteriormente, comenzar con un poema titulado “Mi madre”. Al término del libro leemos sus dos últimas entradas “El cuervo” (Nevermore que diría Edgar Allan Poe) y “Fin”. Vean si no hay algo más cíclico en la vida que empezar con los progenitores y acabar con la alegoría de un cuervo que transmigra las almas y es creador, protector y augur de la noche en un sinfín de ritos religiosos y mitológicos. Un fin personal e intransferible para que los pétalos que cada uno de nosotros llevamos dentro puedan, al fin, volar libres hacia el infinito.