Una familia normal y un barrio tranquilo. O no. Las engañosas apariencias pueden maquillar los secretos y las miserias de un variopinto grupo de personajes que incluye alquimistas altruistas, Robin Hood empalmados, monjas capitalistas o delincuentes octogenarios. Día tras día las calles de este acogedor distrito se desperezan para dar paso a jornadas salpicadas de alcohol, sexo, violencia y religión. Esta banda sonora es el sobrio acompañamiento de un complicado devenir familiar y la prueba irrefutable de un país en el que los verdaderamente campechanos son los súbditos.
– AUTOR –
Guti Díez (Pamplona, 1971). Un licenciado en Geografía e Historia que trabaja como informático en una multinacional del sector ferroviario, resulta cuanto menos bastante sospechoso. Con apariencia de padre de familia responsable y educado vecino, a la temprana edad del medio siglo de vida ha decidido lanzar su primer artefacto literario —Campechano—. Lo peor de todo es que ha amenazado con continuar escribiendo.
– GUSTARÁ
A los lectores que aprecian y se deleitan con narrativas en apariencia sencillas y directas, entreveradas de asumibles cultismos y “latinajos”, arcanos filosóficos y psicológicos, con humor más o menos ácido que puede llegar a lo hilarante. Sobre todo a los que les gusta tener claros los espacios de la presentación de personajes, la trama, y la resolución final de espectacular clímax. Lectores que disfrutan siguiendo una senda de piedrecitas de tamaños y colores diversos, pero identificables, que ofrecen entretenimiento en cada hito del camino.
– NO GUSTARÁ
A quienes son devotos de la construcción más barroca de la novela. A los que molesta la intertextualidad, incluso cuando resulta imprescindible para la correcta descripción o ubicación de un personaje. A los que carecen de flexibilidad para la imbricación humorística en los territorios de lo dramático, incluso de lo truculento.
– LA FRASE
“—Dime, te escucho.
—De repente, un día, dejó de pegarme sin darme ninguna explicación.
—Joder, aquellos moratones que traías en la cara, ¿eran de las hostias que te soltaba ella? Yo nunca te quise preguntar, pero estabas siempre marcado.
—Sí, y a mí me encantaba, no sabes cuánto amor desprendía aquella violencia, es imposible de explicar.
—Y más difícil de entender”.
– RESEÑA
Guti Díez inicia su particular singladura por el proceloso piélago de las letras con un título escueto y rotundo, Campechano. El autor se apresura a ofrecernos la definición de la RAE más utilizada si dejamos aparte a los naturales de Campeche de cuyo carácter se supone viene este adjetivo. Sin embargo, a los lectores españoles más avisados y menos jóvenes les vendrá a la cabeza automáticamente la imagen de un egregio personaje. Y si no les viene, en Campechano encontrarán cumplida respuesta.
Con ese estímulo mental, puestos a ser puntillosos, nos damos cuenta de que para ser campechano no basta con cumplir con los requisitos de trato y carácter, además es imprescindible ser persona notable. Vamos, que siendo campesino, administrativo o taxista no se conseguirá nunca ser campechano, aunque se desborde simpatía y comunicación. Por el contrario, un rico terrateniente, un dirigente de empresa o, incluso, un político de medio pelo debidamente apoltronado, pueden obtener el título simplemente saludando de vez en cuando, con una impostada sonrisa, al subordinado o al portero de su casa.
Pero Guti Díez esgrime en su novela un punto de vista diametralmente opuesto y ofrece al lector una pléyade de personajes “campechanos” de la más variada extracción social y de variopinto comportamiento. Un heterogéneo y nutrido grupo donde el fiel de la balanza está bastante más inclinado hacia el platillo de lo lumpen que hacia el lado nobiliario. Campechanos en un estilo muy peculiar que tejen y destejen sus relaciones en una colmena digna del genial Cela, aunque ocupando múltiples escenarios y un espacio físico y temporal mucho más amplio que el Café La Delicia o la pensión de doña Matilde.
Campechano se plasma en un lenguaje variado que Guti Díaz maneja con habilidad para transitar de lo culto y figurativo, a veces poético, hasta lo vulgar y descarnado. Tanto los personajes anodinos como los rotundos y estrafalarios se conjugan con situaciones que alternan el drama y la comedia. El lector, páginas adelante, puede ir aproximándose a cada uno de ellos a pesar de lo numeroso del reparto y estudiarlos con detenimiento. Más de veinticinco actores principales se disputan el protagonismo con acciones y actitudes que van de lo sublime a lo extravagante, sorprendentes en muchos casos y frecuentemente esquivos a las normas morales imperantes, a las buenas costumbres y a la ley.
El lector desde su privilegiada atalaya podrá escudriñar el devenir de una corta saga familiar, intra y extramuros, del hogar troncal, palpando sus realidades y las andanzas de sus miembros en solitario o en compañía de otros. Guti Díez maneja diestramente su específico atanor alquímico de almas y personalidades para dibujar un abanico de situaciones muy dinámicas y amenas en las que no faltan pinceladas, a veces brochazos, de ironía y crítica social. Todos los personajes cumplen disciplinadamente con el papel que el autor ha otorgado a cada uno y que, a la manera de un moderno Prometeo, ha hecho reconocibles al primer vistazo, cosa que el lector contemporáneo sabrá agradecer.
El retorno de un destacado protagonista, Eduardo, ya en sólida madurez, al barrio de su infancia y adolescencia, abre la espita narrativa que, en capítulos breves y amenos, irá marcando y enlazando situaciones y personajes, cada cual más característico y merecedor de atención. Sin importar que se presenten individualmente, o por conjuntos de actividad, o cómplice asociación, todos contribuyen a la solidez narrativa y apuntalan con eficacia la obra. Es muy destacable, y de agradecer, el ritmo narrativo que, con algún altibajo, mantiene la atención y el interés hasta la apoteosis final, digna de un teatral vodevil de calidad en el que disfrutarían trabajando Josema Yuste o el añorado Arturo Fernández.
Cualquier lector, curioso y observador, cuyos paseos le hayan llevado a internarse alguna vez por los barrios “menos altos” de una gran, o mediana, ciudad, probablemente habrá reparado en la existencia de locales y establecimientos que podrían haber sido sacados de esta novela o de un poema de Sabina. A veces la realidad supera con creces la ficción y casi siempre se entremezclan para confundirnos. Afortunadamente, en el caso que nos ocupa, Campechano tiene todas las papeletas para sumergir al lector en un agradable “viaje” sin efectos secundarios que no sean el puro y saludable divertimento.